Tomado del sitio Mercaba
TÚ ERES JUSTO
Cuando oigo la palabra «justo», me acuerdo de todas esas acusaciones que alguna vez te han echado a la cara los hombres a ti, Señor, empezando por las quejas de tu santo Job hasta las blasfemias de nuestros días sobre tu justicia. Y yo debo defenderte ante esos hombres —¡yo, hombre, a ti, Dios!
Sí, lo sé; se dice rápidamente en las lecciones de catecismo: Dios es justo, es decir premia al bien y castiga al mal... Sin embargo las apariencias cotidianas hablan en contra, sin embargo no hay un proverbio más mentiroso que el que dice: La historia del mundo es el juicio del mundo. Porque ocurre siempre que tus hijos son martirizados y nuestros perseguidores pasan por la vida entre pompas y brillos y una vida regalada la terminan con una muerte cómoda. Se dice rápidamente: «Sí, pero después...» Los hombres están hartos de este consolarse en la eternidad. Así son tus hombres, Señor, tus creaturas, de los cuales hace mucho tiempo que hubiese desesperado yo, si no estuviese contemplando continuamente que tú no desesperas de ellos, que tú, pese a todo, no los abandonas.
Justo... Eso es algo que nosotros, los hombres, ansiamos con todas nuestras fuerzas, nosotros, en nuestro injusto mundo. Ciertamente aquello de lo que estamos a mayor distancia es lo que excita nuestra más profunda nostalgia. Hay hombres de los que decimos que son justos. Pero apenas ni uno de ellos se atreve a designarse a sí mismo como justo. Justo es aquél que cumple en su vida el derecho y la justicia. Pero ¿qué es el «derecho» y qué la «justicia»? Nosotros experimentamos continuamente en nosotros mismos que hacemos lo injusto, ¡lo injusto con los hombres, lo injusto con nosotros mismos, lo injusto incluso contigo! Y ante todo deberías tú estar implicado en el actuar justo de un hombre. No basta el ser justo con la lavandera o el limpiachimeneas solamente; ante todo debo ser yo justo contigo. ¡Pero esto falla siempre! Uno solo de entre nosotros, los hombres, pudo en cierta ocasión decir: ¡Yo soy justo! «¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?» ¡Pero ése eras tú! Me doy cuenta de que a la justicia le pertenece algo más que el dar a cada uno lo que me ha pedido y lo que me ha ganado, tantas o cuantas pesetas diarias, y el castigarle cuando se lo merece y en cuanto se lo merece. ¿Pero quién me dice a mí lo que él merece de premio y de castigo? ¿No estoy yo ahí sujeto de nuevo a mi propia consideración, subjetiva y engañosa? Justicia social, se dice fácilmente, pero ¿dónde está? ¿qué aspecto tiene? ¿y en qué debe medirse? ¿Y cuánto más problemática es la justicia de nuestros juicios y opiniones internas? ¿Cuán frecuentemente he conocido a un hombre y lo he considerado mejor o peor de lo que se merecía? Se puede ser también injusto con el pensamiento. Y eso lo somos todos. Un hombre bueno no sólomerece que yo le despida con su sueldo merecido y un par de palabras; se merece (de iure!) también mi interna consideración. ¿Y si se la niego? Entonces realizo una injusticia sin que él lo sepa. Pero tú conoces mi injusticia.
Y tú, Señor, ¿eres tú justo? ¿En su más profundo sentido? Tú debes serlo. Tiene que haber alguien que equilibre toda justicia de la letra muerta y haga justicia veraz, al que nosotros podamos refugiarnos huyendo de todo «derecho» de los hombres, uno al menos que se comporte justamente con nosotros. Ese eres tú, Señor, ¡de lo contrario, nadie! Tú eres justo, Señor, pero de otra manera muy distinta a nosotros, los hombres; no sólo según la letra. A mí me parece que propiamente no hay en ti ningún derecho, pero mucho menos una injusticia. No hay ningún derecho en ti y ningún hombre encuentra ante ti un derecho a cuyos artículos y apartados pueda reclamar y apoyándose en el cual pueda colocarse ante ti como uno que exige, pero mucho menos se da en ti una injusticia. Así todo el que se aleja de ti debe decir, en el cielo o en el infierno, en el paraíso o en el purgatorio: «me ocurre justamente», aunque no sepa por qué ley. Mucho menos se da en ti un derecho para alguno de los vivientes. Si tuviésemos un derecho ante ti, serías tú nuestro deudor y nosotros tus acreedores... ¡Señor, qué estúpido suena esto! Porque yo sé muy bien que el mayor de tus santos debe rezarte: ¡Perdónanos nuestras deudas! ¡Todo lo que tú me das, todo es gracia! Gracia es mi vida y mi existencia; ningún condenado a muerte tiene menos derecho a su vida del que tengo yo ante ti a mi existencia. Si vivo, soy sencillamente un indultado, uno que se ha hecho indigno a su vida antes de que la recibiese, y que sin embargo vive.
Gracia es el pan mío de cada día; si yo tuviese un derecho a él, no debería pedirlo siempre de nuevo, pues tú, el justo, deberías dármelo sin que yo lo pidiera. Pero así solamente puedo agradecértelo porque me lo das, como un mendigo me da gracias en mi puerta por la sopa que le doy, ¡mientras que a otros miles se la rehusas! Ante ti todos somos pordioseros. Gracia es mi salud y mi cuerpo; tú me lo has regalado. Y si a mí me fuesen arrancando la vista, y el oído y todo, trozo a trozo, de manera que me quedase miserable y pobre sobre toda consideración, no tendría derecho a preguntarte: ¿Por qué te portas así conmigo que no te he hecho nada malo? Debería decir únicamente: El Señor me lo ha dado, el Señor me lo ha quitado. Y estas palabras no deberían expresar en mí sólo una cansada resignación; en ella debería encontrarse todo el valor con el que yo acepto la realidad. La realidad de que siempre soy yo solamente un agraciado y nunca tengo derecho ante ti. Señor, estamos entregados a ti, venga lo que viniere, pero sé también que nuestro destino es que permanezcamos sin derechos frente a ti, y que tú eternamente tengas derecho frente a nosotros, los hombres.
Y gracia es que tú te portas con nosotros como si tuviésemos un derecho ante ti; tú te portas realmente así, tú te ligas a tu palabra por la que nos has prometido justicia y premio y castigo según los méritos. Sé que ahora tú no puedes hacer otra cosa, estás atado por tu amor. Has colocado el arco iris de tu amor sobre este mundo y firmado un pacto con nosotros que nos encontrábamos sin derecho ninguno, y nosotros podemos reclamar a este arco iris de tu palabra, ¡nosotros, los sin derecho! Pero nuestro mayor derecho, por el cual reclamamos frente a tu justicia castigadora, es la sangre de tu Hijo. Ya no puedes hacer nada por capricho con nosotros, los injustos y carentes de derecho, si tú no quieres ser injusto y hacer injusticia a esta sangre del único Justo, que incluso frente a ti posee un derecho. Pero se trata otra vez del derecho de otro, por cuyo amor no debes proceder con justicia, sino con misericordia, frente a nosotros cuando nos presentemos ante ti.
Ahora tenemos nosotros un derecho, la cruz. Y esa misma es gracia. Gracia es el que podamos ir detrás de tu Hijo, y el que tú nos des la oportunidad de expiar y de confirmar tu justicia por medio de la injusticia y los padecimientos de este mundo.
Cuando nosotros nos presentemos a ti, procede entonces con nosotros, no según tu justicia, sino por tu misericordia y por la Sangre de Jesucristo.
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